Mi sangre en palabras.
Ríos de tinta que sueños surcaban,
Muertes, recuerdos, batallas
Y un lugar donde narrarlas

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Historias de enfermería - 3

 
Le he dado, la verdad, muchas vueltas a la tercera entrega de esta particular saga que os estoy trasmitiendo a base de entradas a través de la pantalla del ordenador. He repasado casos de todos mis años de prácticas, he sacado varios finalistas... y al final me he decidido por otro caso que, la verdad, creía haber olvidado por completo.
 
Hasta ahora os he narrado el de dos personas que me marcaron por el tiempo que se tiraron conmigo, porque compartieron cada día durante mucho tiempo. El tercero va a ser distinto. Va a ser de esos que te marcan no por la constancia, si no por la intensidad.
 
Cuando me enfrenté a lo que os voy a contar ya había vivido nada más y nada menos que cuatro cuatrimestres de prácticas, incluyendo el servicio de hematología que ya os he comentado en alguna ocasión o el servicio de urgencias de trauma, pero aún así lo que se vive en una UCI es complicado de comprender si no lo experimentas.
 
De hecho, de este servicio tratará también probablemente la cuarta entrega de mis historias, pero ahora me voy a centrar en una menos espectacular que la que vendrá, y que aún así me llegó casi más profundo, haciendo que fuese uno de esos casos en los que uno tiene que ser quien es, pero sólo hasta que atraviesa la puerta corredera de cristal de un box.
 
Llevaba poco tiempo en la UCI cuando escuché que decían las enfermeras que iban a llamar a los padres del paciente de la 1. Siempre es duro ver cómo unos padres se despiden de su hijo, cómo le dicen adiós y observan impotentes que lo que más quieren en el mundo se les escapa delante de sus ojos. Y sin embargo lo hacemos cada vez más por el aumento de muertes en la población joven. Aún así, no pude evitar sorprenderme al ver entrar una mujer de unos cuarenta años a la unidad acompañada de la enfermera que llevaba al paciente.
 
Cabe decir que yo no llevaba ese ala de la unidad, y no sabía que el paciente que estaba allí ingresado no era más que un niño de catorce años cuyo cuerpo no podía seguir luchando contra las heridas que lo llevaban lentamente a la muerte. Contra las heridas que él mismo se había provocado.
 
Siempre es duro ver alguien que se va, más si es un niño o un joven. Es difícil enfrentarte a la realidad de los años y las oportunidades infinitas que se pierden, de los buenos y mejores momentos que alguien ya no podrá disfrutar. Ver que sus padres cambiarían de sumo gusto su vida por la del que se marcha. Cuando el motivo es un accidente o una enfermedad, puedes consolarte en cierta medida pensando que el mundo siempre ha sido injusto, que ese tipo de cosas, desgraciadamente, pasa y siempre ha pasado.
 
Pero cuando la causa es que un niño de catorce años sintió que no podía más hasta el límite de ahorcarse en su cuarto, entonces la única explicación que se te ocurre es que el mundo no es injusto, si no simplemente hijo de puta. Esa es la única razón, lo único que más o menos te explica que un niño pueda sentir tanta desesperación, tanta necesidad de dejarlo todo... cuando aún tenía todo por vivir.
 
Aquel día viví en la UCI como entraron familiares a despedirse mientras varios amigos se quedaban fuera. El sentimiento que pude apreciar fue el de pena, por su puesto, pero también la sensación de irrealidad que sólo te debe de provocar una situación tan desconcertante como aquella.
 
No viví su muerte. Por una casualidad que me ha salvado en casi todas las ocasiones, ésta ocurrió justo en la media hora que tenía para desayunar. Afortunadamente, no vi su cuerpo quedar sin vida, pero si se ha quedado en mi memoria la cara que vi aquel día cuando entré en ese box porque su enfermera me pidió que bajase la velocidad de infusión de la Nora, y aquella línea en su cuello que expresaba más desesperación de la que uno puede llegar a imaginar.
 
Mi próxima historia tendrá un final diferente.

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