Mi sangre en palabras.
Ríos de tinta que sueños surcaban,
Muertes, recuerdos, batallas
Y un lugar donde narrarlas

miércoles, 5 de junio de 2013

Historias de enfermería - 1


Sinceramente, esta es la entrada que quería escribir y que no iba a publicar. Al menos no por ahora. Creo, o más bien estoy seguro, de que la acción combinada entre el blog de mi amigo Manu, la sensación tan grata que me dejó la última entrada y el final de la carrera han provocado que un pequeño coctel se haya puesto en marcha y me haya bebido al final unas ganas tremendas de contaros uno de los primeros casos que me han llamado la atención.
 
Había pensado como alternativas contaros como he dejado que mi mente se fuese por mil derroteros o hacer un par de apreciaciones sobre el paso del tiempo... pero siendo realistas, esto es lo que quiero escribir (y además, cuando releo las otras opciones cada vez me gustan menos).
 
Pues bien, ahí va esa historia.
 
Tenéis que ubicaros en mi primer año de prácticas, es decir, segundo de carrera. En una unidad donde la mitad de los pacientes pasaban en algún momento por cuidados de alta complejidad, muchas de las veces de tipo paliativo. Y donde casi todo los días aprendías una lección nueva sobre lo injusta que es la vida (como dicen en el servicio en el que estoy ahora, la hija puta de la vida siempre se ceba con los mismos).
 
Ese año coincidí con varios pacientes de los que te dejan marcado. Algunos sé que ya no están y que ahora descansan más que lo que soñaban siquiera hace unos años. Otros me los sigo encontrando y soy feliz al ver que aún se acuerdan (positivamente además) de mí. Pero el caso del que quiero hablar hoy no es el de un paciente si no el de su hijo. Y como me apetece guardar un poquito de la historia para mí, vosotros sabréis de él un dato que es mentira, pero que me viene bien para relataros la historia. Su nombre, pongamos que era Curro.
 
Los orígenes de su familia eran claramente pobres, pero llevados con su toque de orgullo y con mucho sacrificio, que habían permitido a la familia, a base de mucho trabajo, salir de una situación muy apretada y vivir de una forma un tanto aceptable. Curro había tomado el papel de hijo pródigo, se había ido de casa y se había peleado con su padre, el que mandaba y al que había desafiado claramente.
 
Sin embargo, el hijo pródigo volvió. No porque se hubiese gastado todo lo que tenía. Si no porque su padre era el que se consumía por una enfermedad que lo devoraba por dentro. Su regreso no fue del todo como se podría soñar, su padre no se lo terminaba de perdonar y el resto de su familia tampoco ayudaba demasiado. Cada vez que había una discusión, Curro acababa en el pasillo, la mayoría de las veces hablando con nosotros y más concretamente con los estudiantes.
 
Cuatro meses ingresado da para que el hijo de un paciente pase a saludarte cada vez que apareces por la planta, a desearte buen día cuando te vas, a que te ofrezca cuando aparece por la planta con chacina o para que te pregunte de vez en cuando cómo te va todo. Y mientras, te cuenta su vida.
 
No voy a entrar en detalles sobre los aspectos que me contó, lo considero que entra dentro de la confidencialidad enfermero-paciente. Pero la verdad es que ocurrió esa cosa tan maravillosa de que una persona que no te conoce de nada confíe en ti hasta el punto de abrirse y contarte sus penas y sus ilusiones. Y la verdad es que me sentí bastante realizado el día en que, hablando con el padre (con el que también me llevaba bastante bien), los tuve a los dos al lado charlando un rato sin discutir de tonterías (como si llevaba bien o mal puesta la mascarilla de oxígeno, lo hortera o no de la camiseta del chaval, que era como se iniciaban la mayoría de discusiones entre el paciente, de 70 años, y su hijo de más de 30).
 
Finalmente, el día llegó. Y fue la semana en la que terminaba mis prácticas en la planta. Llegué un día a las ocho y me lo dijeron, "esta madrugada ha fallecido el 13.1" Es curioso como se te queda un número de habitación cuando asocias el lugar a la persona que lo ocupaba. De repente, de dentro de la habitación salió Curro, llorando. Y se vino para mí. Y me abrazó. Aún sacó entereza para dejar de llorar y darme las gracias por todo lo que había hecho por su padre, por lo bien que lo habíamos tratado y por lo a gusto que había estado con nosotros siempre. Y también me dio las gracias, a mí, por haberle escuchado a él.
 
En ese mismo momento, Curro se fue de la planta y no volví a verlo hasta dos años más tarde, cuando el destino trajo hasta mí a una chica de quince años con el dedo echando sangre a urgencias de trauma. Y fue muy curioso cuando vi que sus acompañantes eran su tío abuelo y su tío, que no era otro que Curro.
 
Y me reconoció. Me saludó con un abrazo y estuvo hablando conmigo varios minutos. Lo que me contó me gustó sólo en parte. Aún lo seguía pasando mal en muchos momentos, y no podía entrar al hospital a darle las gracias al equipo de enfermería por todo lo que pasó (ahí me enteré de que yo era el único con el que había hablado esa mañana) porque se le venía el mundo encima de pensar siquiera en entrar en el servicio. Me comentó que aún bebía más de lo que debía. Es lo que en enfermería llamamos duelo disfuncional.
 
Sin embargo, me confesó que desde que todo había pasado se había vuelto a unir a su familia, con los que ahora mantenía mejor relación. De nuevo se fue del servicio en el que yo estaba, esta vez tras prometerme que, en honor a su padre, y en responsabilidad para con su hija, iba a dejar la bebida y a centrarse más.
 
Desde entonces no sé nada de él, aunque teniendo en cuenta los servicios en los que he estado (UCI de trauma y onco del infantil) tal vez sea buena  noticia, pero su historia me sigue viniendo una y otra vez a la cabeza, como tantas otras.
 
Y muchas veces me pregunto si habrá cumplido su promesa, por su padre y por su hija, y habrá vuelto a vivir de una forma que no te vuelva loco. Porque el recuerdo de los que se han ido es para sacar fuerzas y recordarles con cariño, no para que te ancles a los recuerdos y dejes de vivir tu vida. Porque eso no es lo que ellos querrían para nosotros.
 
Y desde que conocí la historia de Curro, cada vez que me enfado con mis padres por cualquier tontería me acuerdo de ellos, y me doy cuenta de que prefiero aprovechar el tiempo que malgastarlo con riñas absurdas.

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